‘We Were Liars’ es una serie que vive entre la culpa, el privilegio y los recuerdos distorsionados. Prime Video adapta el best seller juvenil de E. Lockhart con todo el envoltorio que cabría esperar: casas de revista, atardeceres infinitos, adolescentes intensos y una familia rica que huele a problemas desde el minuto uno. La historia nos lleva a una isla privada donde los Sinclair se reúnen cada verano para repetir sus traumas en bucle, con una sonrisa forzada y mucho Chardonnay.
La serie tiene algo que engancha. Logra construir una atmósfera: ese tono de cuento roto, de elegancia agrietada, de verano que no termina de ser feliz. Pero donde más brilla es en las dinámicas familiares.
En el centro está Cadence, la nieta que intenta recordar qué pasó “ese” verano. Y alrededor, unos personajes que giran en torno al patriarca que lo controla todo desde su silla. Soy super fan de las madres: están dibujadas con esa mezcla de tristeza, represión y rivalidad que solo se ve en familias donde el dinero ha reemplazado al amor como moneda de cambio. Se tiran puyas con una sonrisa, compiten por la aprobación del padre como si estuvieran en un reality show de herencias, y proyectan sus frustraciones en sus hijos: los “mentirosos”, ese grupo de adolescentes que viven lo que se supone que es el “verano de sus vidas”, y que, mientras queman nubes en la playa, empiezan a ver las grietas de esa fachada tan cuidadosamente pintada. Un mundo construido por adultos incapaces de soltar el poder, de sanar, de amar sin condiciones.



Y justo ahí está lo interesante. Porque los chicos, entre juegos, amores de verano y noches en la playa, empiezan a hacerse preguntas que los adultos llevan décadas evitando. ¿Y si no quiero ser como ellos? ¿Y si es mejor construir desde las cenizas? ¿Y si dejar de fingir es más valiente que mantener la fachada? Hay una lucha generacional real, aunque la serie la susurre más que la grite. Un intento de decir: “hasta aquí”. Aunque duela. Aunque tenga consecuencias. Aunque el precio sea altísimo.
Narrativamente, la serie apuesta por el misterio emocional. Lo que no dice, lo que no se ve, lo que la protagonista intenta recordar. Funciona… al principio. Pero pronto se vuelve una fórmula algo perezosa: flashbacks, miradas significativas y frases de esas que suenan profundas hasta que las piensas dos veces. Es como si todo el rato te dijera que está pasando algo importante, sin terminar de mostrarte por qué debería importarte tanto.



Pero justo cuando empiezas a cansarte de los susurros poéticos, llega el giro final. Y funciona. Deja de ser solo lo que pasó y empieza a ser lo que queda. Porque no solo sorprende, sino que cambia el género de todo lo que has visto. Lo que parecía un drama familiar con aire de terapia grupal se convierte en algo más de relato.
Ese giro aporta lo que la serie había ido amagando sin atreverse del todo: un tono casi de fábula, de cuento oscuro contado en voz baja. Y, de alguna forma, hace que lo anterior cobre sentido. Porque a veces la culpa necesita esa capa de fantasía para ser digerible. Porque hay heridas tan grandes que no basta con contarlas: hay que inventar otra forma de decirlas. Y ahí, ‘We Were Liars’ sí encuentra algo.


