‘Cariñena, vino del mar’ es el primer largometraje de ficción de Javier Calvo Torrecilla — hasta ahora cineasta especializado en documentales— y parte de la novela autobiográfica de Antón Castro. La película se construye como una road movie íntima, un viaje de iniciación que no solo transforma a su protagonista también interpela al espectador.
La historia arranca en 1978, cuando Antón (Diego Garisa) decide escapar del destino que le marcan la familia y el servicio militar obligatorio. Su huida lo conduce a Cariñena, entre viñedos y bodegas aragonesas, que se convierten en el escenario de su revolución personal. No es un destino casual: el rodaje se extendió por más de treinta localizaciones entre Galicia y Aragón. Y eso se nota. Los paisajes no son un simple decorado, sino parte del relato: la tierra, el vino y la vendimia funcionan como lugar para la revolución del protagonista.
A través de Antón entendemos lo que significaba entonces ser “el raro”: no querer ir a la mili, no querer seguir el plan familiar, no querer repetir la vida de tus padres. Gestos que hoy podemos romantizar, pero que entonces podían costarte la familia, la dignidad o incluso la libertad. Diego Garisa interpreta al protagonista con una mezcla muy precisa de fragilidad y resistencia. Y si él sostiene la narración, quien la ilumina es Itziar Miranda como Palmira: presencia firme y luminosa, brújula emocional tanto para Antón como para el espectador. A ella se suman Miguel (Alejandro Bordanove), buscavidas encantador y mentiroso, y Cris (Alba Martínez), la ilusión de un amor imposible. Cada uno aporta un reflejo distinto: lo que Antón podría ser, lo que teme ser, o lo que nunca llegará a alcanzar.



En ese universo aparecen dinámicas que resultan muy potentes: el chico bueno frente al malote, el que parece tenerlo todo claro y el que ya ha asumido su fracaso, aunque en el fondo ambos estén igual de perdidos. Y ese es, quizá, el verdadero tema de la película: la sensación de estar perdido. En 1978 y también ahora. La pregunta que atraviesa cada plano es siempre la misma: “¿qué quiero hacer en la vida?”.
Lo guay de películas así es que rescatan historias íntimas que nunca nos habían contado y rara vez llegan a pantalla: pequeñas fugas rurales, deseos nacidos en rincones de bodegas, amores platónicos que sostienen más de lo que muestran. Entre el vino, el sol y la precariedad, todo vibra con esa confusión adolescente que mezcla deseo, miedo y alegría sin saber todavía hacia dónde mirar. Lo que queda al final es incertidumbre. Los personajes se pierden y nosotros con ellos.
Y ahí está tanto la fuerza como la debilidad de ‘Cariñena, vino del mar’. Adoro que no sea una película de trama, porque no lo es: es cine de personajes, de atmósfera, de emociones. Su apuesta por lo íntimo es valiosa y necesaria. Pero confieso que echo en falta una chispa de certeza. O quizá la película, con toda intención, solo quiere recordarnos que esa certeza nunca llega.


