‘Todo lo que no sé’ es el debut como directora de largometrajes de Ana Lambarri, y se nota que llega con paso firme. La película se sostiene sobre una sensibilidad muy bien calibrada, tanto en guion como en dirección, y encuentra en Susana Abaitua a una protagonista perfecta para darle voz a una generación estancada, retratando lo que conlleva luchar por un sueño a pesar de las dificultades de la vida.
Seguimos a Laura, una mujer que ronda los 35 y que, tras perder su trabajo en el sector tecnológico después de un evento traumático en Estados Unidos, opta por una vida más simple, viviendo con la pausa puesta: trabaja en una tienda, cuida de su padre enfermo, comparte piso. Hasta ahí podría parecer una historia más sobre la crisis de los 30, pero lo interesante está en cómo Lambarri teje la tensión entre conformidad y ambición, entre lo que se espera y lo que una realmente desea.
Lo que me parece más potente es que no intenta hacer de Laura una heroína ni una mártir. Es alguien que está ahí, atrapada entre lo que quiso ser y lo que es, y que empieza a cuestionarse si está bien priorizarse. Algo tan básico, tan humano… pero que aún hoy en día se ve como “egoísta”. Y más aún en mujeres que ya no son “jóvenes promesas” en un sector liderado por hombres.



La película plantea preguntas que resuenan con fuerza: ¿qué hacemos cuando ya no somos lo que proyectamos ser?, ¿cuándo se vuelve legítimo dejar de intentarlo?, ¿qué soy mientras ocurre esto en mi vida? El guion no da respuestas cerradas, y eso es un acierto. En lugar de construir un camino de redención obvio, la historia se toma su tiempo para mostrar las pequeñas renuncias cotidianas, los microgestos que definen el rumbo de una vida.
El estilo de dirección de Lambarri no busca la espectacularidad, sino el detalle: una mirada, un plano sostenido en un silencio incómodo, un desayuno compartido con el padre en el que lo más elocuente es lo que no se dice. Todo esto se puede apreciar en la luz, que tiene un tono grisáceo, como si todo estuviera ligeramente apagado, reforzando esa sensación de pausa emocional.
Además de mostrar una dinámica familiar desde un punto de estrés —como es cuidar a un padre enfermo de cáncer—, vemos cómo cada personaje afronta el duelo de manera distinta: la hermana de Laura busca ocupar un papel dominante en la familia, mientras que la madre se mantiene al pie del cañón, sin importar los cambios de humor o la frustración que el padre expresa.



La interpretación de Abaitua es contenida y, por eso mismo, brutal. Nunca cae en el melodrama, incluso cuando la película roza zonas muy oscuras: ansiedad, duelo, frustración, abandono. El resto del elenco cumple bien, aunque algunos personajes secundarios se sienten algo esquemáticos, especialmente el compañero que propone retomar el viejo proyecto, que a veces funciona más como símbolo de “lo que pudo haber sido” que como persona real.
Uno de los mayores logros de la película es cómo habla del fracaso sin juzgarlo. Aquí no hay moraleja, sino una radiografía de lo que significa vivir sin certezas, de cómo los sueños se reconfiguran y se adaptan al paso del tiempo y a las circunstancias de la vida. Y eso, en una época donde todo grita sé productivo, sé feliz, sé alguien, se siente casi revolucionario.


