‘Sirat’: Perderse es la mejor ruta

‘Sirat’ es una explosión de sentidos. La primera vez que escuché la sinopsis —roadtrip entre raves buscando a una hija— pensé que sería una comedia pasada de vueltas. Después imaginé un dramón existencial. Pero sentado en la butaca, nada salió como esperaba. Y hacía tiempo que no me pasaba. No saber por dónde te van a venir los golpes. No ver venir el giro, la pausa o el estallido. Muchos critican que Sirat se pierda en momentos “sin explicación”. ¿Pero no es eso lo que deberían buscar más películas? Que me rompan la brújula, que me hagan sentir que no estoy viendo la misma estructura de siempre. Qué aburrimiento adivinar el final en el minuto veinte.

Es una de esas películas que te lanza planos de coches y camiones cruzando el desierto como si fuera ‘MadMax’, mientras retumban altavoces con un trance techno que, honestamente, ya lo quisiera yo para cualquier discoteca de modernos. Montañas, música, desierto, planos largos, luces… Es 100% mi rollo.

Luego están ellos: los raveros. Los outsiders. Ese colectivo que se siente real, palpable, que sostiene la vibra de la película de principio a fin. Sirat brilla ahí, en dejarnos conocer a esta panda de náufragos sociales, unirnos a su caravana y desaparecer con ellos en un polvo de desierto y ritmos. Y en el centro de todo, ellos: el padre y el hijo. Porque ‘Sirat’ es también la historia de un padre que se lanza a la carretera para encontrar a su hija, pero acaba encontrándose a sí mismo en los ojos de su hijo. Su aventura no es solo cruzar desiertos: es aprender a dejarse llevar, a perderse sin miedo, a entender que a veces la única forma de llegar a casa es perderla primero.

Otra de las críticas que leo —que si no toma postura política sobre el conflicto del lugar, que si se queda tibia— me parece no entender lo que la película propone. Porque está ahí. En ese momento en el que apagan la radio para dejar de escuchar el mundo arder. “¿Es esto como luce el fin del mundo?”, pregunta uno. Y la respuesta flota. Estos forasteros no se quedan pegados a una emisora esperando el apocalipsis. Lo bailan. Porque el fin del mundo ya está aquí, y se sobrevive saltando, gritando, abrazando la libertad que solo se encuentra cuando nada te ata.

Al final, ‘Sirat’ no se limita a rodar coches por dunas bonitas. Es un viaje coral, un roadtrip donde lo que importa no es llegar, sino perderse. Ver cómo cambian sus protagonistas, cómo se rompen y se reconstruyen, cómo celebran seguir en pie. Por eso no compro la etiqueta de “poco política”: no lo necesita. Es política en su forma de vivir al margen.

Si algo valoro, es que Oliver Laxe aquí equilibra mejor que en otras de sus películas. Pienso en ‘O que arde’ y recuerdo esa sensación de que faltaba trama, de que lo real se imponía, pero sin empuje narrativo. Aquí no. Aquí la ficción se adueña del viaje, juega con la realidad, la estira, la distorsiona, y la devuelve cargada de música, polvo y sudor.

‘Sirat’ es de esas que no se explican, se sienten. Sobre todo, con los altavoces de una sala de cine.