En la pasada edición del Festival de Cannes, el realizador chino Bi Gan acabó por consagrarse como el cineasta más relevante de la nueva generación de su país. Y es que, si bien con sus dos primeras obras ‘Kaili Blues’ y ‘Largo viaje hacia la noche’ su figura ya se erigía entre las demás, con ‘Resurrection’ es cuando se ha ganado el favor de prácticamente la totalidad de la crítica, tanto de Cannes, como de la Seminci.
Y es normal porque ‘Resurrection’, definitivamente, es su mejor y más grande obra hasta la fecha. Hablamos de un canto a la vida de unas dimensiones gigantescas, con más de dos horas y media de metraje especialmente planificado y abrumador en sus imágenes que nos detalla por qué merece tanto la pena seguir vivos.
En ‘Resurrection’, Bi Gan utiliza un mundo soft-scifi (y sentimentalmente post-apocalíptico) en el que las personas ya no pueden soñar. Sin embargo, un grupo de soñadores llamados ‘delirantes’ utilizan los sueños para vivir mil vidas. Y es que nos lo dice el propio Bi Gan a través de la boca de Shu Qi: “En lo que yo he vivido dos horas, el delirante ha vivido cien años”.



La película resulta ser una concatenación de historias separadas que mantienen como nexo a su protagonista, un delirante que recorre diferentes épocas cinematográficas a través de los sueños y nos recuerda lo precioso que es enamorarse, bailar, cantar, correr, saltar, gritar, tocar, soñar y, por qué no, sufrir y experimentar dolor. La vida, incluso la soñada, se compone de una infinidad de experiencias que nos mantienen humanos, ligados no solo a nuestra tierra, sino a nosotros mismos.
Y es que ‘Resurrection’ es también una oda al cine. A ese cine con el que crecimos, creceremos y crecerán las generaciones venideras. Porque, ¿acaso no son las películas una suerte de ensoñación representada? Cada película es, como cada sueño, única en sí misma, permitiéndonos experimentar una infinidad de vidas que, tal vez, no lleguemos a alcanzar en nuestros años en este mundo. Nuestra vida se compone de cientos y cientos de momentos, de cientos y cientos de vidas. Y cada una de ellas merece la pena ser vivida.


