La única película de no ficción presentada en la sección oficial competitiva de esta 73ª Edición del Festival de San Sebastián ha resultado ser, como muchos podrían esperar (y desear), una de las mejores obras que este año batallan por la Concha de Oro. José Luis Guerín, nacido en Barcelona hace ya más de sesenta años, acostumbra a retratar situaciones en las que las vicisitudes de la vida han traído a sus protagonistas hasta lugares en los que la reflexión y el pensamiento crítico requieren un espacio relevante. Sus obras de ficción (‘En la ciudad de Sylvia’, ‘La academia de las musas’…) están profundamente trabajadas desde el diálogo; ese que sirve para debatir y construir y no para lo contrario. En las de no ficción (como ‘En construcción’) trata de llegar a conclusiones igualmente importantes mediante la entrevista y la grabación de recursos en los que personas de a pie, simplemente, viven su vida.
En ‘Historias del buen valle’, Guerín regresa a Cataluña, esta vez a Vallbona, un barrio de la periferia de Barcelona sistemáticamente ignorado por el poder (y los poderosos). Vallbona es uno de esos lugares hechos a sí mismo. Con la llegada de la inmigración del sur de España, los andaluces, extremeños, castellanos, etc. construyeron sus propios hogares en el único lugar que podía ofrecerles una oportunidad para sobrevivir. Así, Guerín retrata con delicadeza, humanidad y muchísima dignidad a todos esos ancianos que lucharon por la obtención de agua potable, por la inclusión de electricidad y por la legalización de lo que comenzó siendo un asentamiento ilegal.



Ahora, de nuevo amenazado por las instituciones públicas, la siguiente generación de inmigrantes (esta vez no solo españoles) debe luchar por la obtención de un trato justo con las mismas. El Estado va a construir una vía de tren por medio de su barrio, con los infinitos problemas que ello conlleva.
Guerín coloca la cámara y, simplemente, escucha al pueblo. Esto proporciona una imagen extremadamente sensible, incluso más que en el resto de su obra, pues retratar a las personas de a pie no puede más que ofrecer empatía, entendimiento y emoción. La imagen no necesita de ningún ornamento para transmitir en cada centímetro de su celuloide: con cada baile, cada baño en el río, cada palabra de un anciano, cada árbol rescatado de las obras o cada canción fabricada guitarra en mano. Cada una de las historias de este buen valle son verdaderas y, por consecuencia, emocionantes.
Sentir esta película está al alcance de todos aquellos que tengan la capacidad de empatizar con el prójimo, pero para aquellos que vivan (o sobrevivan) en barrios obreros y para esos cuya ascendencia provenga de lugares de los que se trató de huir, ‘Historias del buen valle’ será la película de su vida. Porque los habitantes de Vallbona no son más que un reflejo de una sociedad que mira constantemente hacia el lado que no corresponde (véase también ‘Ciudad sin sueño’, sobre la Cañada Real de Madrid). Porque Vallbona es, en realidad, uno de esos cientos de lugares que necesitarían que un Guerín colocase su cámara y hablase con los vecinos como nunca nadie lo había intentado previamente.
Es posible que la factura técnica del resto de películas a competición sea más aparatosa y grandilocuente, pero Guerín consigue alcanzar un objetivo que para muchos cineastas es casi imposible: que sus imágenes signifiquen algo.


